El joven Panchito

Por: Juvencio Larrañaga Aguilar
A Panchito lo conocí hace seis o siete años, pero parece que lo he conocido un largo periodo de mi vida, porque surgió otro amigo en común al que llamaré El Anónimo, por su especial biografía, quien era vecino de Panchito en La Retama. El Anónimo data de la década de los 70, cuando ingresé como simpatizante, a los 15 años, a la gloriosa Preparatoria Popular de Toluca, bastión de la lucha socialista y comunista. El Anónimo no me simpatizó al principio porque era extremadamente pulcro en su vestir y apariencia; mientras todos teníamos una melena desparpajada, él la peinaba perfectamente; pero su apariencia escondía su temerario pasado, puesto que ya había pasado por la alta escuela de Almoloya de Juárez. Por eso después fue nuestro guía militar en la lucha radical. No hablaré más sobre El Anónimo, porque de seguro Panchito me diría: “Juvencio, estás hablando de mí, no de El Anónimo, no te distraigas”.
En una reunión de miércoles en el Biarritz le pregunté a Panchito si conocía a El Anónimo: “Claro que sí, desde que llegué al barrio siempre nos hemos saludado”. Panchito, le dije, y ¿qué hay de su pulcra melena? “Todavía la tiene, pero a la mitad”, contestó y se carcajeó.

Lo que me impactó de Panchito fue la constancia de sus disparos de ánimo tierno, de un hombre de 79 que no se amedrentó en salir a la calle a componer una máquina de coser para llevar lo necesario a su pareja, a su hija y a sus tres nietos. En las reuniones en el Biarritz, después de ir de la seca a la meca, nunca bajó su nivel de disparos de fuerza interior. Se tomaba una copa de tequila, máximo dos, se las iba dosificando. Si la botella se había terminado cuando apenas llegaba, Juan Salgado gritaba: “Que le sirvan a Panchito, yo pago”. Siempre quiso cooperar, nunca lo dejamos; se integraba al diálogo y a la ironía, tenía un humor suave y candente. Cuando bromeaba con mi amiga de al lado, sacaba su cámara imaginaria y nos tomaba fotos; también cuando estábamos en pequeños grupos, él se llevó buenas instantáneas.
Supimos que empezó a militar en la izquierda cuando estudiaba medicina en la UNAM, ahí le tocó el 68; no pudo seguir estudiando por falta de recursos y se convirtió en el “santo“ de las costureras, un cirujano que no le ponía pero a ninguna máquina de coser. Su militancia fue por la convicción de cambiar al país, él agregaba gente, sin aceptar puesto o prebenda.
Llegó la pandemia y los miércoles de bohemia se suspendieron. Lo dejamos de ver unos meses, pero nosotros —cuatro o cinco— nos seguimos reuniendo en la tarde noche, con una copa de mezcal, unas pláticas con un taco de plaza y una partida de ajedrez. Un miércoles, Panchito llegó con Jimy, le colgaba del cuello un anuncio con los datos de sus servicios de reparación de máquinas de coser; se quitó el anuncio y dispersó su humanidad bonancible en la reunión, al término del desahogo le preguntamos cómo estaba la chamba: “De la chingada”, contestó; alguien sugirió que le echáramos la mano, lo apoyamos. Días después, algún solidario subió a las redes una imagen de Panchito con su anuncio al cuello y sus casi ocho décadas a cuestas. A la semana siguiente, y después de hacerse viral, llegó cargado de más alegría y hasta presumió que también ganó algunas admiradoras. Puso en la mesa como botana una charola de quesos que adquirió en el camino, ahora estaba saturado de chamba, una avalancha ante sus menguadas fuerzas. Así convivimos tres o cuatro reuniones más, hasta el 18 de diciembre, cuando lo acompañé a la salida, Panchito se deslizó transparente con la riqueza de su pobreza dejando huella de un alma joven.
Posdata: Lamento no me haya mostrado todas las fotos que tomó, me las platicará en el encuentro en el Mictlan.
3 enero 2021