Elogio de la tolerancia

Por Arturo Viloria / Rebelión

Tolerancia (de tolerar y éste del lat. tolerare). Calidad moral que expresa una actitud atenta y respetuosa de una persona, grupo, institución o sociedad, con respecto a los intereses, creencias, opiniones, hábitos y conducta ajenos. Se manifiesta en el afán de llegar a la comprensión mutua y a la conciliación de intereses y opiniones divergentes por medio de la persuasión y las negociaciones.

Diccionario del Nuevo Humanismo

Después de leer esta definición, es fácil observar que el nivel de intolerancia  está creciendo en todos los ámbitos: en los sociales y políticos, y también en los personales. Precisamente en el campo político el nivel de intolerancia ha alcanzado los niveles más peligrosos. Los parlamentos, que según la teoría política deberían servir para canalizar los intereses y conflictos sociales de manera incruenta, se han convertido en campos de batalla. El diálogo y la comprensión mutua brillan por su ausencia y se arremete sin contención alguna contra los adversarios mediante su descalificación, su deslegitimación y su condena moral. Tiene tanta potencia el enfrentamiento que tomamos partido fácilmente, situándonos en alguno de los bandos enfrentados. Este fenómeno, que algunos llaman polarización, se propaga como un fuego que incendia la base social por medio de los medios de comunicación, que se limitan a retransmitir los choques sin aportar elementos para comprender los conflictos. Algunos de ellos incluso tratan abiertamente de movilizar a la población hacia una confrontación de mayor calibre. Esta atmósfera contamina nuestra vida de muchas maneras. Cuanto mayor es la carga de indignación, de injusticia o de revancha, más nos compromete a tomar partido. Las actitudes se reproducen actuando como modelos. ¿Cómo extrañarnos si percibimos en nuestras relaciones personales la huella de este comportamiento? 

Urgidos por este ambiente compulsivo, creemos que elegimos bando, pero nuestra adhesión está determinada por nuestra biografía, nacionalidad, sexo, creencia religiosa, edad, clase social, etcétera. No importa en qué bando te hayan puesto los acontecimientos, lo que importa es que comprendas que tu no has elegido ningún bando, propone Silo para tener un criterio coherente sobre nuestra actitud a este respecto.

En la base de la formación de los bandos está la emoción más básica del psiquismo humano, adherimos o rechazamos algo de lo que nos rodea. Un mecanismo que nos permite estructurar la situación en que estamos inmersos, pero que es inevitablemente reduccionista, sobre todo en situaciones cada vez más complejas como las actuales. Seguramente que esa bipolaridad de atracción y rechazo, blanco y negro, malo y bueno, fue útil para la supervivencia humana en circunstancias muy distintas a las de ahora, en la que los bandos, lejos de solucionar los conflictos, tienden a agudizarlos y a extenderlos. 

A cambio de esa simplificación, los bandos crean cierta cohesión entre los individuos con el coste del deterioro de otros vínculos familiares, amistosos, laborales, etcétera, difíciles de reparar. Sin embargo, esa supuesta fidelidad se diluye si cambian las circunstancias, los intereses o si se pretende ir más allá de la mera oposición al adversario. En un momento de tanta aceleración como el actual todo cambia velozmente, los bandos se arman y desarman con rapidez, y sucede que en pocos meses los que compartían bandera se enfrentan entre sí. Este mecanismo es utilizado para canalizar el malestar social en contra de una etnia, una clase social o una región, con el objetivo de  fortalecer cierta posición política, cambiar la relación de fuerzas, o alcanzar el poder. En estos casos, el factor común que cohesiona al bando suele ser un sentimiento de injusticia, de revancha o de abierta venganza, al que se adhiere porque se comparte esa compulsión. 

La realidad, si fuésemos capaces de preguntarnos a nosotros mismos con honestidad, es que hay muy poca libertad interna en esta dinámica en la que nos sentimos arrastrados a una confrontación sin fin. Ningún punto de vista único permite una comprensión completa de los objetos o las situaciones que nos interesan. Pero es un ejercicio difícil moverlo por un instante y cambiar nuestra visión. Sabiamente decía Antonio Machado “Tu verdad no, la Verdad; y ven conmigo a buscarla. La tuya, guárdatela».

Tampoco resulta fácil advertir cuán gratuitamente proyectamos nuestros temores en el bando al que se detesta. Si antiguamente se quemaba en la hoguera a los enemigos de la propia fe, hoy se destruye su imagen como anticipo de males mayores. Pero la dirección de esos actos sigue teniendo el mismo sabor de violencia y la misma carencia de autocrítica de un mal sueño del que es necesario despertar. Una mirada despierta, con mayor comprensión, puede valorar lo común por sobre las diferencias que tratan de imponerse y, por tanto, dispone de un margen de libertad mayor para hallar puntos de encuentro y soluciones que no son accesibles para la conciencia “atada” al bando.

El término tolerancia fue popularizado por Voltaire en su Tratado de la tolerancia para promover la libertad de religión en la Francia del siglo XVIII, en la que los hugonotes eran discriminados y perseguidos por el poder católico. A pesar de que el libro fue incluido en el índice de obras prohibidas por la Iglesia (en un alarde de intolerancia), alcanzó una gran difusión en toda Europa. En aquella época las disputas religiosas en el Viejo Continente eran entre católicos y protestantes, que a pesar de las diferencias compartían una misma base cultural. Si entonces el filósofo ilustrado vio en la tolerancia la solución para detener el fanatismo religioso y la discriminación, ¿qué pensaría en la situación actual, en la que conviven en Europa el ateísmo con credos religiosos provenientes de todas las partes del mundo? Solo la tolerancia permite el pluralismo religioso, ideológico y político, ofrece garantía a las minorías frente a las mayorías y asegura la soberanía de la personalidad de cada individuo. Solo con la tolerancia pueblos, países y regiones podrán construir un proyecto acorde con sus mejores aspiraciones.

La diversidad humana es enorme y cualquier fenómeno admite múltiples interpretaciones. No tratemos de imponer nuestra subjetividad, y aprendamos a flexibilizar nuestro punto de vista para entender el de otros. Cuantos más puntos de vista seamos capaces de integrar en nuestra mirada, más completa será la visión del objeto que miramos. 

Hemos observado que en la mecánica de los bandos somos arrastrados reduciendo nuestro campo de libertad, irritándonos ante lo distinto y con lo que nos incomoda, reafirmándonos en posturas, opiniones o gustos y negándonos la mezcla, el aprendizaje y el cambio. Las actitudes discriminatorias y violentas aparecen fácilmente en esa dinámica. 

Por el contrario, la tolerancia nos conduce a rescatar lo subjetivo y lo diverso. No es solo un asunto de comprensión, sino un modo atento y distinto de observarse uno mismo y de observar la diversidad. Cada uno de nosotros verá qué hace con su vida, pero también cada cual debe tener presente que sus acciones llegarán más allá de sí mismo. Desde esa mirada, la comunicación con otras personas es una necesidad y un compromiso fundamental que permite no solo modificar el punto de vista, sino contribuir a la transformación del mundo. Llegar a entenderse y a producir acuerdos tiene que ver más con la imagen de futuro que perseguimos, que con la reafirmación de posturas asumidas como verdades. Abrirse al diálogo es superar el individualismo, cambiar, aprender, humanizar al otro y construir puentes de entendimiento. La violencia y la discriminación no caben en los espacios que se van construyendo con estos intangibles, e incluso provocan un rechazo visceral. 

Esto es un llamado a la tolerancia. A colocar como máximo valor de todo acto humano el principio que dice “Trata a los demás como quieres que te traten a ti”. A la comunicación con la vecina, el amigo, el compañero de trabajo o estudios. También con uno mismo. Esos gestos, por insignificantes que nos parezcan, comprometen a todo ser humano. Apostar por el diálogo en nuestra vida cotidiana puede, sin duda, transformar la atmósfera social y generar espacios en donde se abra paso la esperanza.

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**Imagen tomada de la Red