¿Justicia al fin para Ayotzinapa?

Por Eduardo Nava Hernández

La presentación pública el jueves 18 de agosto del informe de la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del Caso Ayotzinapa encabezada por el subsecretario de Derechos Humanos de la Secretaría de Gobernación Alejandro Encinas Rodríguez, y la detención el viernes 19 del exprocurador general de la República Jesús Murillo Karam marcan un avance importante en el esclarecimiento del caso de los asesinatos y desaparición de 43 estudiantes normalistas la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre de 2014 en Iguala.

Gran parte de lo contenido en el informe, es cierto, no son datos realmente nuevos; muchos de ellos han sido revelados anteriormente por los reportes del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), el más reciente de ellos en marzo del presente año, por investigaciones periodísticas, peritajes de científicos, testimonios de muy diversas personas y evidencias documentales. No es tanto en ese aspecto que este nuevo documento tiene una importancia central. La tiene, en cambio, porque asienta una posición oficial del gobierno federal basada en los elementos hasta ahora conocidos y porque ahora se reconoce lo que los padres y madres de las víctimas y una parte de la sociedad ha venido diciendo: fue un crimen de Estado.

Esto quiere decir que las autoridades federales asumen que los crímenes de esa fecha fueron lo que ha llamado una acción concertada en la que participaron autoridades y policías municipales, cuerpos de seguridad del Estado de Guerrero y federales, autoridades de los tres órdenes de gobierno y militares de los batallones de Infantería 27 y 41, asentados en Iguala y Telolapan; se afirma también que hubo una colusión de diversas autoridades, igualmente de los tres órdenes de gobierno, para tramar una versión falsa pero que permitiera cerrar con apresuramiento la investigación y el caso judicial; que para ello se usaron prácticas de tortura contra cuatro hombres a fin de obligarlos a inculparse; que el Ejército tenía por lo menos un informante o espía infiltrado entre los estudiantes de la Escuela Normal “Isidro Burgos”, Julio César López Palotzin, quien desapareció con otros 42 alumnos sin que sus superiores del Batallón 27 realizaran ningún operativo para localizarlo y salvarlo de sus captores; se reconoce en el informe la existencia del “quinto camión” tomado por los estudiantes y que tras la agresión de policías municipales y delincuentes a éstos pudo salir de Iguala con destino desconocido sin obstáculos y librando 16 retenes, probablemente cargado de drogas o dinero provenientes de las bandas de narcotraficantes de Guerrero; se admite que, en fin, las altas autoridades del país encargadas del caso, concretamente la entonces PGR dependiente del Ejecutivo a cargo de Enrique Peña Nieto, lejos de esclarecer los hechos y realizar un esfuerzo mayor para encontrar a los jóvenes desaparecidos y a los responsables, encubrió y opacó los acontecimientos con declaraciones y supuestas pruebas fabricadas a modo, y que el entonces procurador proclamó “la verdad histórica”.

Resulta falaz, entonces, la versión que ahora difunden medios y voceros que sirvieron al anterior gobierno del país, de que el informe presentado por Encinas no contiene nuevos elementos más allá de los presentados en 2015 como “verdad histórica”.

Tras la detención de Murillo la Fiscalía General de la República, ahora formalmente autónoma, reveló que existen por ejecutarse otras 83 órdenes de aprehensión obsequiadas por un juez federal por los hechos de Iguala y la trama de escamoteo de la verdad que siguió; en ellas se incluyen las de 20 militares de diversos rangos, entre ellos un general del ejército, funcionarios de Guerrero y del gobierno federal y, desde luego, de los sicarios del grupo Guerreros Unidos que ejecutaron la desaparición y posible asesinato de los estudiantes. Lamentablemente, como ha ocurrido tantas otras veces, la FGR ha filtrado a algunos medios los nombres de los responsables a los que se buscará aprehender, poniéndolos sobre alerta y dándoles oportunidad de evadir la acción de la justicia.

Ni el informe de la CVAJCA ni las indagaciones de la Fiscalía son aún conclusivos. El arribo a la verdad de los hechos y sobre todo a la certeza del paradero de los 43 normalistas desaparecidos dependerá, obviamente, del curso que sigan las detenciones pendientes, las declaraciones de los detenidos y el acopio de nuevas pruebas y testimonios. Lo presentado hasta ahora responde muy probablemente al interés político de avanzar en el cumplimiento de un compromiso presidencial; pero también a la demanda de los padres y familiares de las víctimas y de la sociedad de conocer a la brevedad posible —y después de casi cuatro años del actual gobierno y de ocho de los acontecimientos de Iguala— lo que se ha realizado por las autoridades en el caso.

Hay vacíos importantes en las indagaciones. Además del ex procurador Murillo, es necesario conocer lo hecho por su relevo en el cargo desde marzo de 2015, Arely Gómez González, por el sucesor de ésta Raúl Cervantes Andrade, así como por otros funcionarios de la hoy desaparecida PGR en tiempos de Peña Nieto. Está pendiente también la extradición desde Israel de Tomás Zerón de Lucio, quien fuera director de la Agencia de Investigación Criminal de la PGR en el sexenio anterior, y a quien hay pruebas —entre ellas videos— que lo incriminan por tortura y por haber participado en la elaboración de la ahora tristemente célebre “verdad histórica”. Y es inocultable también la responsabilidad del entonces presidente Peña Nieto en haber avalado la “verdad histórica” de Murillo, que condujo a la famosa expresión del mismo Peña de “ya supérenlo”.

Será particularmente relevante llegar a conocer con exactitud el papel que asumieron los militares, que según el informe mencionado no sólo estaban al tanto, a través del manejo del sistema llamado C4, de lo que estaba ocurriendo en el centro de Iguala desde que inició el ataque a los camiones que transportaban a los estudiantes, y no intervinieron para detenerlo, sino que pueden haber contribuido a la desaparición misma de los agredidos.

Tiene razón el presidente López Obrador cuando sostiene que «el prestigio de las Fuerzas Armadas se obtiene actuando con rectitud, no ocultando las cosas», algo que contraviene la opacidad de la que ha cubierto él mismo el actuar del ejército al declararlo “de seguridad nacional”. Pero de llegar a comprobarse lo que afirmó Alejandro Encinas en entrevistas periodísticas, en el sentido de que no hay evidencias de que el entonces presidente Enrique Peña Nieto ni su secretario de la Defensa Salvador Cienfuegos estuvieron al tanto de los hechos, se estará evidenciando algo muy grave: que, contrariamente a la narrativa oficial, difundida con especial persistencia por el actual gobierno, los militares no actúan siempre conforme a órdenes superiores ni con institucionalidad, sino con autonomía y poniéndose incluso al servicio de los poderes fácticos. No sólo tenemos en diversos niveles narcogobiernos, sino también narcomilitares corrompidos por las bandas delincuenciales en distintas regiones e instancias de mando. No es tampoco algo nuevo ni por primera vez se dice; pero quizá sea ésta una oportunidad excepcional para probarlo.

Indirectamente, aunque el presidente López Obrador y sus voceros no lo reconozcan así, ello incide en el proceso creciente de militarización de la vida civil en curso. Siempre ha habido, y los hay, mandos castrenses corruptos o corrompibles. Ahora se pone en sus manos la administración de nuevas fuentes de riqueza que debieran preservarse para la nación, como aeropuertos, aduanas, vías terrestres (Tren Maya y corredor transítsmico), contratos de construcción civil revestidos como de “seguridad nacional” para evitar la fiscalización de los órganos competentes y de la sociedad sobre su manejo, etcétera. A la vuelta del tiempo se verá si no son también nuevos veneros de corrupción y enriquecimiento ilícito de aquellos a quienes se presenta ahora como impolutos y probos servidores de la nación.

El informe de la Comisión y las investigaciones abiertas por la FGR representan, pese a todo, una oportunidad única hasta ahora de avanzar en serio en el esclarecimiento de los hechos de Iguala y del destino que tuvieron los jóvenes desaparecidos. Los señalamientos conocidos a personajes incluso vinculados a la llamada Cuarta Transformación, como el secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México Omar García Harfuch, pueden abrir líneas de investigación que conduzcan por senderos impredecibles o ahora no visibles.

Hay que ver, entonces, estas primeras acciones del gobierno lopezobradorista y la FGR no como un resultado de las pesquisas sino como el inicio, como la punta de una madeja que no sabemos dónde acabará. Es la posibilidad aún no actualizada de llevar por fin la justicia a las víctimas, certidumbre a sus familias y una respuesta a una sociedad que demanda también justicia y conocer la verdad acerca de quienes la gobiernan o la han gobernado. Pero la responsabilidad ahora es de las autoridades del país de llegar en lo iniciado hasta las últimas consecuencias.

Eduardo Nava Hernández. Politólogo – UMSNH

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